POR AMOR A SAPURU

(Adaptación de la Leyenda del Ñandutí-guaraní)
“Sapuru se quiere casar y ya se lo ha dicho a sus padres”.
Ñandú Guasú, el hijo del jefe de los grandes avestruces baja la cabeza y alza la cólera. La ninfa que desafía la belleza de las estrellas, la que puebla su noche de largas agonías, esa es Sapuru, flor bella.
La machu lo ha dicho en tono especial, el tono que usan las viejas para decir las cosas que en voz fuerte romperían hasta los mismos tímpanos. Y ahora le mira, sin piedad, como escondiendo el disfrute de aquellos ojos que sumidos en la tristeza en los arrugados pliegues que contienen la suya, unos instantes se mecen.
-¿Con quién? – pregunta el indio, muriendo de amores imposibles.
-Nadie lo sabe, lo hará con aquel que lleve el más extraño y bello presente.
La madre de Ñandú Guasú escucha escondida detrás del grueso tronco. De poco han valido todos sus hechizos para que olvide a la niña indígena. Su hijo sufre y de ella es la culpa, así lo siente, pues le ha parido, pues le ha puesto la planta de los pies sobre la hierba blanda.
-Ha recibido algunos ya.-La machu sugiere maliciosamente.
Prosigue: el que ha traído Jasy Ñemoñare es tan bello que los dioses estarán celosos de Sapuru, la mortal. Alhajas finas en manojo ha derramado para ella. Su secreto es que parecen hechas con chispas de estrellas y luna, son blancas y lo iluminan todo cuando las descubren. El sol arde y ríe en su superficie como si las joyas le pulieran la cara de girasol. Es que el desciende de la reina de la noche. Ella le ha ayudado. Sapuru será suya sin dudas.
Esconde una sonrisa la machu, muy lejos de su boca, sus manos, sus ojos. Más allá del cuerpo, al punto que rebota en el reino de las tinieblas con sonidos sibilantes.
Un techo azul y homogéneo de estirado cielo cubre las chozas con majestuoso porte como si el universo paseara sobre los hombres una eterna sonrisa. Aunque por su piel se escape una gota de tristeza que es lágrima en el rostro del hijo del jefe de las grandes avestruces. Perderá a su amor. ¿Será la muerte mejor? Inicia una carrera veloz para huir de la machu, el destino, el temor y a su propia muerte que ya es una sombra a la espalda del sol. El bosque oscuro le cobija. Corre con él tan veloz como el viento que le despeina los largos cabellos oscuros. Se enredan, desparraman, ensortijan. Las ramas cuelgan y descuelgan trinos de kogohé. Caballos alados por el cielo patean oscuros nubarrones que tajean los azules lagos. El galope del indio detiene el sigiloso arrastre de la serpiente que estirando los oblicuos ojos le da paso. Un hombre herido va venciendo, enterrando silencios, a la luz que comienza a yacer. Tiende su cuerpo anaranjado el horizonte sobre el monte. La noche viene saltando de lucero en lucero y se acuesta en el monte. Toma de almohada el árbol que un rayo destronó de las raíces negras y sueña con el verde brote cuya savia asoma. Ñandú Guasú con ella se acuesta y la almohada comparte. Cuando el rocío amanece y la noche se despierta y vuelve a huir para continuar su lento sueño en otras partes del mundo, el indio ve que al árbol muerto la noche le ha dejado como premio una nueva vida. Cuando alza la vista sobre él se descuelga, desde lo alto de las ramas secas, un manto de gotas y finísimos hilos tan blancos como la nieve. Que hasta el mismo indio se pregunta si no habrá sido la noche que sin querer ha dejado un trozo de piel de luna colgando de la muerte. El tejido desnuda hermosos arabescos que sólo mágicos seres podrían pintar con manos invisibles. ¡Un manto de los dioses para Sapuru! Un obsequio venido del más allá. Alguien se acerca. No son los ecos del monte ni bestia salvaje. Es un hombre que también teme morir por amor. Es Jasy Ñemoñare que se enfrenta a Ñandú Guasú. El amor con ellos gira, se retuerce y disputa. La luna sigue allí arriba. Tan redonda y cautiva como siempre. El indio del manto creía que no se iba porque en el árbol se le había quedado un trozo. La danza de la muerte, del amor, es un tambor de hondas resonancias que inunda el monte. Y el monte se acurruca y llora espesas gotas de rocío. Dos hombres. Un mismo amor que les une y separará fatalmente. ¿Cuál es aquel que ha sido alcanzado por una roca de punta afilada? ¿Cuál es aquel de los dos que vencerá en nombre de la bella indígena?
La luna se resquebraja el velo que la cara blanca le cubre y derrama sobre el follaje espeso la ternura de su llanto de madre. Es su hijo el perdedor. Jasy Ñemoñare está tendido acariciado por la débil luz que la madre exhala en lánguidos quejidos.
Al costado de la muerte trepa buscando Ñandú Guasú en el árbol muerto el tejido de vida. Cercano a sus manos brilla tanto o más que el sol. Es un arco iris que destella las iridiscentes sonrisas del día. Cuando al fin sus manos pronta caricia le prestan la bella obra se deshace y llora sobre la madera que cálida en su seno lo acogía. Ha perdido a Sapuru nuevamente. ¿Se trataba de un hechizo? Una simple quimera. Una más en la vida. La rabia, la ira, el rostro le pintan de oscuros colores. Salta y corre. Huye de la realidad que sin sombras sobre él va al galope. Corre lo que va quedando de la luna. Ha sido ella tal vez quien negó al matador de su hijo su último trozo de piel.
La madre le ve llegar. Le ve entrar en aquel pesado sueño que le acosa y revuelve en su hamaca de fibras. Le ve revolcarse como si pesara poco menos que una pluma. Está sin dudas en el infierno. Extrañas fuerzas del mal le sacuden e intentan llevarlo para siempre. El sol brilla y comienza a ahuyentar los nubarrones de hiel que se ciernen como esculturas gigantes sobre la paz de la aldea. Amenazantes. La madre le rescata con su dulce voz del huracán grave del infierno. Ante ello el hijo se sincera. ¿Qué puede ocultarle un hijo a una madre? ¡Nada! Si es la madre el cántaro siempre fresco que aplaca la sed más terrible. Que apaga la fiebre más alta.
-Llévame a ese lugar. –Pide la anciana.
Sobre la esperanza que adormecida se hacía la tonta, se montan y cruzan nuevamente los montes. Trota el amor en cada músculo y el combustible es inagotable.
La dulce madre observa con pesar el cuerpo tendido, la muerte que cargará su hijo para siempre. Le cubren numerosos insectos. Mira hacia lo alto.
-¿Lo ves madre? Allí está de nuevo... Es una ilusión. Había desaparecido, por los dioses madre, desapareció cuando quise tocarlo.
La madre mira con paciencia esperando del cielo una señal. Hasta que el supremo artesano descorre su cortina de nubes y el sol da por entero en cada parte de la urdimbre maravillosa. Un pequeño animal teje y teje sin descanso. Un pequeño animal que para secreto de su magnífica creación ha hecho que el mínimo roce la deshaga. La alumna comienza a observar como la profesora involuntaria comienza su clase diaria de tejido divino. Va y viene mil veces. Se cuelga, se tiende, se descuelga. Se abre el blanco laberinto una y otra vez, forma flores, corolas, tallos, une las ramas. Cortinas de rocío abre para el monte.
Del aire escapan campanadas rosas de mágicos aromas y el indio a su encanto no puede rehuir. Le traen el sueño, un sueño pacífico, paradisíaco. La madre con su lección a cuestas ha escrito en el cuaderno del amor filial cuanto ha aprendido. Llevando a cuestas la felicidad del hijo. Danzan sus manos cual patas de araña el inmortal manto imitando. Danzan sus ojos que van y vienen en claro compás. Danzan los cabellos blancos que de su cabeza arranca. El hijo despierta y sobre otra rama descubre el tejido colgando cual arco iris. Parece la capa digna para que portase con orgullo una reina, una diosa.
-¿Cómo lo has hecho madre?
-Con amor-un beso esparce sobre la morena piel de aceituna.
Lo llamarán ñandú-ati. Será la ofrenda que el hijo del jefe llevará a la bella Sapuru.
Y fue el mejor regalo que Sapuru recibió, lució para siempre sus tocados y vestidos con aquel encaje de nácar que una madre para dar realidad a un sueño levantó con enredados cabellos. La araña en lo alto del débil árbol muerto se tendió a descansar. Podía hacerlo. Su obra estaba a resguardo para toda la eternidad. Había enseñado algo magistral al ser humano y ya nadie podía ocultar la importancia de ella en el planeta tierra.
La tejedora primigenia entrecerró los párpados, hizo un ovillo con sus patas y confeccionó su último tejido por primera vez.