KOETI LA MUJER MANAKA


¿Veis la tostada tropa de indómitos guerreros? Mbarajaku la lidera. Dispara las flechas que, impecables, golpean los blancos con certeza. No existen hombres -que como tales se precien- capaces de resistir a la tribu del cazador que los propios jaguares envidian. Un cinturón de colmillos de jaguareté le sujeta las graves palabras al firme cuello.
Persigue la fiera herida... ¡Observad con cuánto orgullo añade alaridos que esconde el nuevo colmillo sangriento a la procesión que custodia su garganta! Sin embargo, no hay lugar en el hilo para ensartar otro.
La vegetación es cómplice de las agallas del hombre que vigorosos y transpirados músculos ostenta... es muralla que los rastros pierde y Mbarajaku es víctima de enredados laberintos verdes. Por ellos las piernas más que caminar, sobrevuelan las esponjosas hojas.
Una monótona lluvia lava la cara de la selva dejándola tibia y húmeda, plena de olores penetrantes y pesados. ¡Ah, el olor de la exuberante selva! No existen aromas comparables.
Mbarajajku se tiende a dormir, incitados sus sentidos ante la embriaguez excitante de esa selva abierta en flor. A sus sueños los candiles encendidos que arden en las negruras le traen palabras sensuales de una bonita mujer que le llama sin pausas.
Sin pausas le llama una boca carnosa de papaya madura; puede respirarla, saborearla...
El rocío desprende la noche y teje el día sobre las perfumadas corolas del ysapy. Los sones del tambor guían al indio; la voluntad va perdiendo. Los espíritus de la brisa, de las fragancias y los sones le llevan.
¡Allí va el indio que llaman Mbarajaku! ¡Allí va con paso soberbio el hombre de caza! Por su presa va... No sabe el cazador aún que la presa es él...
Sin dudas habrá festejos en el poblado cercano.
***
Manjares y bebidas aguardan las visitas. El paisaje frondoso dona sombreados abrazos frescos a la árida jornada.
El tiempo pasa y la tardecita chisporrotea en las primeras fogatas. Los músicos inician lúcidos conciertos y la noche tras beber abundantes copas de licores de maíz en el crepúsculo se ha dado prisa por estrenar bailes.
¡Ay, cómo baila la noche, estrenando falda de luciérnagas!
¡Ay, cómo baila la noche, olvidando al día que ha sido!
Mbarajaku, -magnífica piel de tigre echada sobre la espalda-, se acerca al festejo y tiende a la noche ebria en el suelo. Toma un mbaraka y ejecuta sonidos melodiosos. Callan los pájaros cuando el apuesto y robusto indígena se trepa por una escalera de privilegiados sonidos.
Estoy viéndolo sentado narrando con temblorosa la voz las famosas historias del príncipe Chimboi. El auditorio, el fuego, la misma noche, sólo tienen oídos para Mbarajaku, el de los rasgados ojos, que mezcla sus deseos a la anécdota.
Y las jóvenes, exuberantes y plenas de deseos ante el vigoroso recién llegado, se miran, esperando cuál de ellas será la elegida del príncipe Chimboi que usando bocas de mbaraka está convocándolas. El príncipe es un invento, es él mismo que se ha convertido - como todos los artistas- en los seres que su ingenio estrena.
La tribu festeja la cosecha de la mandioca y las fiestas de la nubilidad.
Por ello las esplendorosas vírgenes despliegan para los hombres de la aldea sus inmaculadas trémulas galas sin debut.
Y en aquel desfile iniciático ve Mbarajaku la que en sueños le llamaba. Frente a él los labios carnosos de papaya madura sonríen entreabiertos. La virgen lleva flores claras en el oscuro cabello que los hombros acaricia y sobre los pechos húmedos, secos ramilletes de hierbas.
El indio cuelga colmillos filosos de fieras abatidas en combate, pero... a la fiera que en su corazón asoma peligrosas garras no puede contenerla. Y esa fiera ha invadido la música... ¡ya es mbaraka! ¡La fiera es mbaraka de alientos ardientes que a las vigorosas raíces de la selva extenúan!
Mbarajaku dedica una canción a la más bella, la que en sueños ya ha sido suya. Al más bello y fresco pimpollo que se acerca demasiado a la fogata de estiradas lenguas amarillas, rojas, azules...
Koeti se llama la india que Chimboi hubiese elegido.
Koeti se llama la india que le ha regalado Yacy.
Chiro es la abuela de la niña descalza.
¡Qué razón tiene el esbelto indio! La abuela lo sabe. Cuando Koeti nació el cielo abrió el oscuro vientre y sembró el cielo de nuevas cosechas de luceros. Fue la señal. No hay dudas. Quedó escrito.
- Si mi nieta es la elegida, guíanos entonces hasta el palacio de Chimboi.
¡Claro que los hermanos se opusieron pero bien sabemos que las palabras de los ancianos son sagradas!
Por ello el indio, la abuela y la fresca Koeti marcharon hacia el palacio que Mbarajaku en el aire pintó.
La niña no lleva prisas. La abuela no puede refrenar la agilidad.
Los hombres de la aldea ven al indio abandonar la aldea con sus colmillos de jaguareté y la virgen más bella que las lenguas del fuego desnudaban.
***

El indio ha cazado un venado. Lo asa y el sabroso manjar crocante comen abuela y nieta. La abuela está cansada.
-¿Cuánto falta?
-¡Cuánto yo quiera! Chimboi soy yo. Mbarajaku es... ¡mi nombre de guerra! – ¿Alguna vez había doblegado el orgullo y confesado? ¡Jamás! Ni siquiera con los dioses. Acaso... ¿es la primera herida que la vida al heridor de jaguares estampe en su piel brillante?
El indio le pide a Koeti. La ama y necesita encadenar el nombre de ella al suyo, para cincelar al duro oficio de vivir, el amor.
El matador de fieras suplica y las rodillas lleva al suelo ante la vieja desdentada. ¡Mbarajaku de rodillas!
Chiro, la abuela, lo mira con furia. Extrae del recipiente que apretaba en su seno un ungüento verde. Con él unta la frente, las mejillas y el pecho de la virgen india. Chiro se despide y arrepentida de haber incitado el viaje marcha con lentos pasos.
Mbarajaku mira a su amor. Koeti está hechizada.
Está vistiéndose de helada niebla. Las manos, la piel, los ojos, los pechos y los cabellos que estaban salpicados de hierbas y flores se vuelven cenicientos. Fríos y desiertos.
El indio está mareado, se siente pesado como las montañas que sostienen al sol del día.
Obligado espectador. Con dificultad se acerca a la joven para abrazarla. ¡Está abrazándose a un tronco! Pero... ¿y la niña dónde está?
El hechizo le va durmiendo y cuando el sol ilumina el agreste rostro, se incorpora del árbol en que la espalda apoyaba. Asesta un montón de golpes en la madera y busca a Koeti en él.
-¡No juegues con el indio, niña! ¡No juegues! Mira al indio, triste...-el gran Mbarajaku derrumba la fortaleza y en ella abre el baúl de la nostalgia...
Revuelven sus manos dentro de las entrañas de follaje y no encuentran más que tibios ríos de savia dolorida.
Lluvias de pétalos caen sobre él, le cubren, le perfuman... Desconcertado el guerrero se va...
***
Chiro ha esperado que el indio se retirara para regresar a romper el hechizo. No repara en la pequeña ave multicolor que danza en el aire a su lado, batiendo las alas de diminutas lentejuelas. Como una flecha llega antes que la abuela hasta el árbol y con el fino pico penetra las flores, dentro de ellas se mantiene unos instantes bebiendo el sabroso néctar.
Los pétalos se ruborizan, se ponen morados... las raíces tiemblan, las hojas se aferran a los tallos con desespero... tiernas y verdes...húmedas y enervadas...
Chiro ha salvado la castidad de una mujer que al volverse flor un pajarillo ha ultrajado sin pudores, ante su mirada.
Por eso Koeti, se volvió manaka, y sus flores están siempre sonrojadas. Chiro no supo nunca que los lugareños cuentan que el pajarillo era un príncipe encantado llamado Chimboi. Koeti quedó encinta, en varias lunas y muchas veces, por eso la selva se llenó de hermosos manakas.
Mientras Mbarajaku vivió, los jaguares corrían a protegerse bajo estos árboles porque observaron que el heridor de fieras, oliendo estas flores moradas, olvidaba la presa, los colmillos, y se abrazaba al tronco como un indio loco que hubiese bebido demasiado licor de mandioca... sobre la magnífica piel de tigre aguardaba los primeros rayos dorados acariciado por los aromas de las flores del manaka.