(Adaptación de Leyenda del Karau-guaraní)
La tardecita iba anclando en las orillas oscuras de la noche y no tardó en llegar el equipo de soldaditos estrellas de los ejércitos nocturnos.
La temperatura cala los huesos y los tajy lucen uniformes florales de impecable armado.
Un joven indio está listo para asistir a la ceremonia.
La madre de este joven indio está lista-según confirman los que esperan del otro lado, en el más allá- para entrar a la muerte con callados pasos.
El bello indígena no oye los quejidos agonizantes que su madre esboza, porque hoy sus oídos están cubiertos de sones de fiestas y placeres prometidos por esa redonda luna que sonríe con largo vestido negro salpicado de lentejuelas.
Suenan tambores, retumban en las raíces, en los tallos, en las hojas, y el frío-de este modo- se hace pasajero, menos frío...
La machu aprieta las lánguidas manos de la anciana y ve como el monte comienza a parir delgados fantasmas cubiertos de niebla que avanzan con sigilo sobre las copas más altas de los frondosos árboles.
La tribu danza al compás frenético de los tambores, Karau sonríe pleno de pasión y observa a las indiecitas sacudiendo sus generosas caderas alrededor de la fogata central. También a Karau le está incendiando una fogata el alma, el corazón, los vigorosos músculos...
Karau tiene alas en los pies descalzos y porta bastón emplumado de preciosas aves.
¡Allí, la más bella mujer le ha visto! Sigue mirándolo cautiva de la estampa del joven indio... ¡Huye a las espesuras! Y el indio, embrujado, la sigue...
Pero... ¿dónde se ha metido esa india traviesa? Karau y la hembra ardiente en la espesura salvaje a la escondida primitiva juegan.
Pronto la ve, ya desaparece, y así en el enardecido tablero del deseo van saltando los cuadros del piso de hierbas que a pesar del frío, arden, como si las chispas del fuego de la Luna Nueva les quemaran los estomas.
¡Allí! ¡Allí está!
Dos indios se abrazan, se besan, se aprietan, gimen perfumados por los avergonzados pétalos del tajy que los contemplan. Todo es pasión... Sin embargo, una sombra viene galopando desde el confín con blancas armaduras y un filoso puñal en una de las manos...
El indio la ve. Toda la tribu oye las palabras del fantasma: Tu madre ha muerto, Karau.
Toda la tribu es testigo de que el indio sigue cazando al deseo y esa es su misión mayor, la que no abandona a pesar de la muerte, los fantasmas, el más allá...
La indiecita se deshace del fuerte abrazo y huye a cobijarse bajos los techos de soberbias enredaderas.
El indio corre y corre... ¡Es loca su vana carrera! Sus claros músculos están tiñéndose de sangre oscura, tan oscura como el vestido que la noche ha elegido para la ocasión, tan oscura como las raíces que los árboles ante el paso de Karau arrancan de la tierra para hacerle más áspero el camino... Karau persigue los aromas de los caminos que le llevaban a su casa... Puede olfatearlos en el aire...puede sentir como se pierden cual cenizas que el viento esparce... Los perfumes de flores se vuelven nauseabundos hedores de cadáveres descompuestos.
Por los pantanos va Karau tornándose más oscuro. ¡Es su cuerpo de lodo y sangre un fantasma más que hasta el jaguareté rechaza!
¡Un momento! ¡Esa voz, esa voz! Esa voz es la de la madre antes de morir clamando salvación, suplicando al hijo para no morirse sola oyendo los alaridos de las bestias hurgando en su alma antes de viajar; ¡no, no puede ser! acaso... ¿está loco el indio?, más allá de la madre Karau ve a la indiecita que a su abrazo escapó bajo el techo de enredaderas. Ambas desaparecen.
-¿Qué hacéis conmigo, dioses? ¡Dejadme en paz!
Un pesado silencio responde a los gritos y quejidos de Karau. Tan solo un pesado silencio...
El monte ronca, se agota y renueva.
El río... ¡Hasta el río el indio va! Se sumerge en él. Hace frío... Mucho frío... El indio lo siente ascender desde los pies a la cabeza, ¡a la misma alma! Y qué diferente es este abrazo al de la indiecita esquiva.
Quiere volver a gritar Karau pero no puede, ¡no puede usar la garganta!
Los dioses han venido y sobre el río observan, abren largas pestañas de madreselvas y rugen con voces de vientos fuertes; se han bajado de los nubarrones y con rayos de luna en las manos han disparado sobre el indio desamorado un castigo.
Karau ya no sale del agua, se mueve, gira, lo intenta; sus entumecidos músculos cubiertos de lodo se agitan un poco...
-¡Karau no volverá a ser hombre! No lo merece. ¡No tiene sentimientos!-ha dicho el dios más viejo que galopaba sobre la nube de los relámpagos.
-Así será...-ha replicado la diosa del rostro de flores de tajy.
Un ave despega su cuerpo del río y extiende las alas sobre los pajonales, torpemente debuta vuelos en el escenario del pantano negro, tan negro como el cuerpo que estrena. Sin voz y con mirada triste sobrevuela el camino hacia la tribu, y allí, en medio de la fogata, casi de fuegos hecha, la indiecita se abraza a un indio que ha levantado del suelo un bastón emplumado, y con él festeja la Luna Nueva.
Un grupo de fantasmas arremangan sus largas faldas de niebla y remontan vuelo, son el cortejo de los dioses que se van de la fiesta, del pantano, del fuego, con las largas pestañas de madreselvas dormidas.