LA SENTENCIA DE YPÓRA

(Adaptación de la Leyenda del Jurunda-guaraní)
Los indiecitos mojan sus pies en las claras espumas del río; están pescando. Todo es paz... Sin embargo, los mayores les han encargado que no se asomen al remanso, porque en ese recodo se esconde un par de ojos negros que pertenece a un demonio, que atrapa a todos los que osan meter las narices, los pies y bucear en sus dominios. Para atrapar a los que andan por allí, el río, el demonio, en el remanso tiene los mejores peces, los más gordos, los de más bellos colores. También plateados y dorados, con crestas de festones iridiscentes. Mansión guardada para caracoles y celestiales plantas.
¡Hay que ser muy osado y desobedecer la sabia voz de los ancianos para llegarse hasta la escalofriante superficie donde patinan burbujas!.
El niño de los ojos azabache nunca ha dado importancia a las leyendas ni a los consejos. Por ello está frente al remanso. Hipnotizado. Tentado de vencer la obediencia y subyugarla a su antojo. Tentado de comprobar que lo que los grandes dicen, son, al fin, boberías de ignorantes.
¡Si hasta el agua se pone tibia cerca del remanso! “Ya volveré”, repetíase.
Y lo hizo cuando sus padres en una fiesta de la aldea, desprevenidos, lo olvidaron por unos instantes.
Las orillas del río estaban húmedas, el aroma de las flores se extendía, exquisito, los follajes verdosos se hamacaban y rozaban en las aguas...
El indiecito observó que no había nadie, ¡era la oportunidad que esperaba!.
Y hasta el remanso llegó y sintió la terrible fuerza que el agua ejercía sobre su pequeño cuerpo, se asió a un tronco y ambos giraban sin pausa.
La madre llegaba en ese instante y se arrojó al agua para ayudar a su hijo; el niño gritó que no lo hiciera, no podría acercarse al tronco, no podría resistir la fuerza del remanso... Bien lo sabía él...
Gritó y gritó... Gritaba y gritaba mientras la madre giraba en locos remolinos hacia el remolino asesino. Los concéntricos círculos fueron cerrándose hasta hundir a la madre que dio al amado hijo una última mirada de tristeza. Buscando los maternos ojos, el niño escudriñó el abismo y las profundidades devolvieron un par de ojos verdes, encendidos, fogosos. Demoníacos.
Entonces, Ypóra, dueño de la terrible mirada, le habló y dictó sentencia; ya que amaba tanto las aguas y hurgar en ellas, a partir de ese momento, para siempre, se convertiría en un pájaro que seguirá el curso de los ríos, pescaría durante su vida, y los niños como él era, le perseguirán por siempre para cazarlo, como a él le gustaba cazar... Y cada vez que deseara hablar sólo emitiría un graznido espantoso para recordarle que sus alas cargaban con una muerte. La de su madre.
Ypóra así, creyó ser justo, y luego de hablar al niño se retiró a sus aposentos de conchas marinas y algas; se recostó en las rocas, convocó a los sapos y estos, ajustando los instrumentos de la orquesta, dieron bienvenida a la recién llegada...
El martín pescador huyó del tronco y volando a ras de las aguas fue por su primer pez, pescando en buena ley.